por Martín Castela l. La triste historia del hombre que no creía en la pandemia, y se murió En la sala de espera el doctor llamó tres veces a los familiares. Nadie respondió. El guardia,
por Martín Castela
l. La triste historia del hombre que no creía en la pandemia, y se murió
En la sala de espera el doctor llamó tres veces a los familiares. Nadie respondió. El guardia, quien esa tarde vio entrar devastado al hombre, se acercó al doctor:
—¿De qué murió?
—De tristeza.
—¿Qué síntomas tenía?
—Ninguno. Se murió y ya.
II. Uso obligatorio del cubrebocas
Saldría a comprar algo de comida y gel antibacterial. Al despedirse, su madre le contestó con un tierno y condenatorio, “ponte el cubrebocas”. Él, sólo asintió y salió de casa con la habitual desobediencia con la que salía todas las mañanas (antes de la cuarentena) para irse al trabajo sin el suéter puesto.
Era enjuto, de ojos vidriosos y siempre caminaba con las manos dentro de los bolsillos. Al llegar al supermercado tuvo que hacer fila para entrar y cuando tocó su turno le negaron el acceso por no llevar cubrebocas. Se dio la media vuelta y se fue sin hacer una sola mueca y, justo en ese momento, ella salía de la tienda. Llevaba puesto un cubrebocas negro que resaltaba la profundidad de sus ojos que arrullaban a una lágrima titilante que no se decidía a caer. Con su andar de viejita se fue en dirección contraria a él.
Ella seguirá sobreviviendo en desamor, y él, cada día, morirá de soledad. Quizás tengan que esperar una o dos vidas más para conocerse al fin. Ambos se merecen.
III. El confinamiento
El siquiatra le había bajado a la mitad la dosis de Sertralina y le sugirió tener una actividad nueva, fue así como empezó con clases de flamenco.
Al siguiente mes se declaró la cuarentena en el país. Los primeros días todo estuvo en calma, pero durante la tercera semana tuvo tres crisis de ansiedad. Ella era muy joven para tanto dolor y la casa muy chica para tantos recuerdos. Los discos de vinil heredados por su madre, la soledad del resguardo, el espejo en el comedor y un divorcio reciente, eran, todos juntos, pólvora acumulada.
El encierro ya era de ciento veinte días, y la luz de la mañana de ese martes no pudo ante la sombra de su miedo. Salió de la recámara, prendió la cafetera, se dirigió hacia la vieja consola y puso un disco. Por unos segundos se quedó frente al espejo mirando lo que quedaba de ella. Se sirvió café. Con sus manos abrazó la taza y sorbió un par de veces. Fue la última sensación de calor en su cuerpo.
Salió al patio y arrancó un lazo de los tendederos.
El lado B del disco se repitió y se repitió mientras su cuerpo, como péndulo, se mecía colgado de la lámpara de la sala.
IV. Resiliencia
Los ochenta años ya son toda una vida. A Marianela, el confinamiento le había enseñado que la soledad se parece mucho a la muerte. Entonces, esa era una buena edad para irse.
A su cuerpo no le dolía nada, sólo se le notaba en la piel el laberíntico paso de los años. La única medicina que tomaba todas las tardes era una copita generosa de rompope.
Esa noche decidió irse a la cama con el recuerdo de cuando tenía cinco años, y Sara, su madre, la llevaba a caminar todos los días por entre los árboles de eucalipto para aliviar la tos crónica con la que había nacido, y que, mágicamente, meses después desapareció para siempre.
No apagó la luz de la habitación para que a la hora que llegara Sara por ella la pudiera ver dormidita como cuando era niña.
A media noche, las dos ancianas, tomadas de las manos, se alejaban sin prisa entre la fría invisibilidad que copiaba la oscuridad del bosque.
La herencia para sus hijos fue justa. A Carmenza, le dejó la olla vieja de presión. A Clara, unos lentes remendados y un reloj sin minutero. A Cristóbal, desde que nació le había legado bonhomía y prudencia, y esa noche, le cumpliría la promesa de volverlo a ver después de quince años de muerto. A Constanza, le dejó el crucifijo de madera y latón que hacía el milagro de aparecer las llaves cuando se perdían. Y a Conrado, le heredó la fineza de levantar el meñique al usar la cuchara para comer la sopa.
V. Cremación
La muerte de tu padre fue de causas naturales derivada por la diabetes que padeció los últimos treinta años, te dice el doctor.
Mientras haces los trámites en la funeraria el cubrebocas esconde tu llanto y empaña tus lentes. La señorita te recuerda que por la pandemia no hay inhumaciones y que el cuerpo tiene que ser cremado, pero hay veintitrés cuerpos antes, que son como tres días de espera. Te preocupas porque la voluntad de tu papá era que lo enterraran en su pueblo. Te vas a casa. Los recuerdos te tumban en el sillón. Te posee la imagen de tu viejo sentado todas las tardes a la sombra de la acacia del jardín desde que tu mamá desapareció como si la tierra se la hubiese tragado hace más de treinta años. Se te hace buena idea enterrar las cenizas junto al árbol. La mañana que vuelves con la urna vas al jardín y con el azadón comienzas a escarbar. La tierra está floja. Usas mejor una pala chica para seguir escarbando. La pala se atora con una raíz y con tu mano la jalas. Te das cuenta que tiene enredado un plástico. Te inquietas. Sacas un poco más de tierra y cuando vuelves a clavar la pala choca con algo como una roca. Te acercas para ver y parece una piedra de río del tamaño de un cráneo. Remueves la tierra y resalta un enlodado fragmento de tela. Supones un color marrón. La memoria te lleva al último día que viste a tu madre y llevaba puesta la blusa con flores otoñales. Instintivamente sueltas la pala. Antes de que la razón te empiece a cuestionar arrojas la urna y rellenas el hueco. Vuelves a poner la silla que era de tu padre y a partir de entonces todas las tardes te vas a sentar a la sombra de la acacia del jardín.
VI. Regreso a la normalidad
Un silencio helado me previno. Al abrir, el rumor de muerte se convirtió en un grito ahogado de tristeza. Recargada en el quicio de la puerta, observé sin hacer el más mínimo ruido para no alterar la conmovedora escena de mi padre muerto en medio de la miseria que tantos años le había costado acumular.
Decenas de botellas vacías por todos lados, algunas de pie y otras que rodaron por la sala no habían logrado saciar su sed. Montones y montones de libros regados y abiertos dejaban escapar las palabras que, como alas de colores, volaban desordenadamente dentro de la casa.
Ni siquiera la pandemia pudo terminar con él. La muerte de mi papá era asunto suyo y de nada ni nadie más.
Era como si estuviese dormido después de cualquier otra borrachera, tirado en el piso, recargado en el sofá, con los bolsillos del pantalón de fuera como señal de que no poseía nada. Su pelo desvalido y el peinado descompuesto delataban su muerte.
En un lugar lejano de mi mente escuché su voz estentórea y fantasmal que me hizo recordar que, además de heredarme la forma de su nariz y la profundidad en la mirada, éramos muy parecidos. Él, pasó su vida buscando respuestas, y yo, hasta hoy, no dejo de buscar preguntas; y toda la desgracia y miseria que él celosamente escondía en su casa, yo las escondo secretamente en mi cabeza y en mi corazón.