por Martín Castela Los románticos deberíamos morir en alguna provincia como Luvina, Talpa, Comala o La Cuesta de las Comadres, donde lo único que se tiene por propio es el frío, la nostalgia, los silencios,
por Martín Castela
Los románticos deberíamos morir en alguna provincia como Luvina, Talpa, Comala o La Cuesta de las Comadres, donde lo único que se tiene por propio es el frío, la nostalgia, los silencios, el desconsuelo y al viento que brama acercando y alejando las cosas y revolviendo los recuerdos y los volviéndolos a acomodar. Deberíamos morir en esos lugares donde los ojos de tanta y tanta ausencia se escapan, y la mirada, al no encontrar cosa que la detenga, se pierda en la línea donde el cielo se junta con la tierra para aplastar a la tarde y en una explosión de quietud aparezca la noche que está hecha de las sombras de todas las mujeres que caminan ocultas bajo un rebozo, sin saber si van o regresan.
El silencio de los Pedros Páramo, los Macarios, los Melitones, los Tanilos, las Damianas, las Eduviges y los Abundios, es el mismo silencio con el que Juan Rulfo hizo y deshizo hebras de poesía para hacer visibles a los muertos y pudiesen estar muriendo a cada rato o morirse de una buena vez y ser olvidados dignamente.
Rulfo nos convierte un poco en ellos y con las palabras nos siembra la duda de saber si estamos vivos o muertos. Ello nos hace ser personajes indefensos e invisibles en sus historias, condenados a escuchar voces que escapan de las grietas, que más bien son heridas abiertas, en las paredes, en los llanos, en el aire y en la memoria. Personajes que suplicamos dolorosamente ser escuchados y ser vistos para sostenernos del mundo que creemos real, pero que, inevitablemente, en algún momento nos desmoronaremos como si estuviésemos hechos de un montón de piedras.