Servando Teresa de Mier: El ser como símbolo

por José Pulido Mata Pasé mi infancia y parte de la adolescencia en una colonia de clase media-baja del centro de Monterrey. Mi secundaria, que ocupaba toda una manzana de aquel barrio, se llamaba “Fray

por José Pulido Mata

Pasé mi infancia y parte de la adolescencia en una colonia de clase media-baja del centro de Monterrey. Mi secundaria, que ocupaba toda una manzana de aquel barrio, se llamaba “Fray Servando Teresa de Mier” y estaba seriada con un número: el 7. Por su ubicación, la secundaria número 7 captaba principalmente a dos tipos de alumnos: 1) adolescentes pandilleros con vocación criminal temprana y 2) hijos de la clase trabajadora con ideas de superación.

Antes de entrar a esa escuela, había visto ya —aunque de paso— el nombre de fray Servando Teresa de Mier en alguna calle céntrica; algún párrafo en el libro de historia de primaria medio lo mencionaba… Tenía, pues, la vaga idea de que era una suerte de sacerdote regiomontano que participó —quién sabe cómo o por qué— en la guerra de Independencia. Así, sin estandartes, paliacates ni espada, entre las prominentes imágenes de Hidalgo, Morelos y Allende, la figura del padre Mier quedaba sepultada, junto con sus aburridos hábitos sacerdotales. Admito que en aquel entonces, cada vez que veía la imagen de Mier no podía contener las ganas de bostezar.

Con el paso del tiempo, aquel bostezo se fue convirtiendo en un genuino interés por el personaje. Ello se debe a que la figura de fray Servando no ha dejado de aparecérseme, como si fuera un fantasma. Me lo encuentro seguido y en los lugares menos esperados. Es como si se asomara de vez en cuando a mi conciencia. Pienso que algo debió de hacer bien Mier para seguir tan vivo, tan inquieto, en algún plano invisible de la realidad.

Uno de mis últimos encuentros con Servando se dio hace dos años, en una visita que hice a mi ciudad natal. Por alguna razón tuve que pasar por la biblioteca central de Monterrey, la cual, al igual que mi secundaria, lleva su nombre. Afuera del recinto hay una estatua de fray Servando que suele pasar desapercibida. No sabría decir bien qué fue, pero esa vez algo me atrajo hacia la estatua. Me acerqué a ella para leer la placa y vi lo esperado: un pequeño texto en el que se resumía la aportación del fraile dominico a la lucha de Independencia. Queriendo enterarme de más, le di la vuelta a la efigie y descubrí una segunda placa, discreta —casi secreta—, de cara a la pared. Esa otra placa tenía el símbolo de la escuadra y el compás y, debajo, la frase: “La masonería del estado de Nuevo León al luchador insigne fray Servando Teresa de Mier, 1910”.

El hallazgo trajo de nuevo a mi vida la figura del padre Mier, sembrando esta vez algunas dudas como ¿por qué la masonería nuevoleonesa de principios del siglo XX habría mandado esculpir una estatua del prócer?, ¿fue acaso fray Servando, el sacerdote que dio nombre a mi secundaria, masón?, y, yendo un poco más allá, ¿qué relación exacta hubo entre la masonería y la lucha de Independencia de México?

Tratar de responder esas preguntas me llevó a distinguir dos tendencias encontradas —acaso extremas— que explotan como dinamita cuando se mezcla la historia con la masonería. Por un lado, está la tendencia mitificante, esa que tiende a construir héroes o “santos laicos”, como les llamaría irónicamente Ferrer Benimeli (2001). Los partidarios de esa corriente gustan de esculpir estatuas, hacer homenajes, contar leyendas y para ellos casi todos los personajes insignes pertenecieron a la masonería.

Por otro lado está la tendencia historiográfica, de pretensiones cientificistas, la cual se empeña en negar que tal o cual personaje fue masón por no haber un documento que lo pruebe. Para la corriente historiográfica no existe una masonería, sino muchas masonerías que, aunque en esencia pudieran ser lo mismo, varían en ideologías, intereses y objetivos, según la época o el contexto en el que hayan surgido. Para los partidarios de esta tendencia no existen los “santos masónicos”, sino sólo seres humanos que se iniciaron en algún momento y que actuaron, bien o mal, según las circunstancias que les tocó vivir.

Así, con el sentido crítico por delante, y procurando deshacer el juego de esa dicotomía, creí ver en el personaje de fray Servando el punto medio entre los dos extremos. Es fray Servando, pues, un “santo laico” del panteón masónico, una figura mítica, casi mágica y, al mismo tiempo, no deja ser un hombre complejo que ciertamente perteneció a la orden y luchó toda su vida, en el terreno ideológico y político, por los ideales independentistas.

José Servando de Santa Teresa Mier, Guerra, Buentello e Iglesias nació el 18 de octubre de 1763, en una de las familias más acomodadas de Monterrey y de la Nueva España. Tomó los hábitos de la orden de los Dominicos y en su juventud se distinguió por su oratoria. Reconocido por su facilidad de palabra, fue invitado a pronunciar un discurso en el Tepeyac, para conmemorar la aparición de la Virgen de Guadalupe. Ese día, con el alto clero y autoridades virreinales enfrente, tuvo la osadía de afirmar en su discurso que Quetzalcóatl no era sino el apóstol Santo Tomás, que había viajado a América para predicar la palabra del Cristo, y que fue él mismo quien dio a los mexicanos la imagen de la virgen que posteriormente sería entendida como Tonantzin. Más allá de lo fantasioso que pudiera resultar esa teoría sincrética, la premisa del discurso tenía un trasfondo nacionalista, ya que ponía en duda el sentido de la evangelización española y le daba a los prehispánicos una alcurnia cristiana (Brading, 188, pp. 43-95).

Ese ímpetu nacionalista de Servando le acarreó desde entonces una vida de problemas con la Inquisición y encarcelamientos conventuales en Europa. Fue encerrado en muchas celdas y de todas logró fugarse. En sus periodos de libertad, y habiendo adquirido fama de americano prominente, estableció buenas relaciones con los grupos independentistas que operaban en Inglaterra, Francia, Portugal y Estados Unidos. Se unió a los Caballeros Racionales, logia patriótica fundada por Francisco Miranda y, por esa época, se inició también en la masonería, en el Rito Adonhiramita (Martínez Moreno, 2021, p. 386), que era el más extendido en la Francia de aquel entonces (Rodríguez Castillejos, 2009, p. 142).

Servando, en el ajo de las principales transformaciones de su época, fue afinando su discurso ideológico, que nunca dejó de abogar por la soberanía popular, por la república y por los derechos naturales del ser humano. Seguidor de Bartolomé de las Casas, promovió los derechos de los pueblos indígenas y, además, de los afrodescendientes. Mientras la lucha armada se libraba en nuestro continente, el padre Mier escribía, patrocinaba publicaciones libertarias, cabildeaba y negociaba apoyos internacionales para la causa americana. Una vez que los primeros alzados fueron fusilados, convenció al joven guerrillero Xavier Mina de venir a continuar la lucha. Servando llegó a la Nueva España como capellán del ejército, pero fue capturado y, una vez más, preso.

Años más tarde, con el triunfo de la insurgencia, Servando sería liberado y, reconocida su aportación intelectual a la patria que nacía, se convirtió en representante de la masonería escocesa, republicana, en el naciente Congreso. Desde su curul, se pronunció en contra del imperio de Iturbide y conspiró para exiliarlo. Instaurada la república, Servando pasó sus últimos días en Palacio Nacional. Murió cerca de ahí, en el convento de Santo Domingo, y fue inhumado ahí mismo. Años después, en trabajos de remodelación, sus restos serían exhumados y su cadáver, momificado, junto al de otros frailes, sería comprado por un mercader que ofrecía un espectáculo itinerante sobre los horrores de la Inquisición. De esa forma, el padre Mier seguiría viajando por el mundo, hasta perderse físicamente en la historia. Como corolario, quisiera agregar que, a la fecha, su casa de nacimiento, en la calle Morelos del centro de Monterrey, está ocupada por una cadena de hamburguesas, que por cierto no están tan buenas. No hay ni siquiera una placa que aluda a que ese lugar vio nacer al ideólogo de la Independencia nacional. Quiero pensar que esa ironía es parte de la magia y el humor que caracterizaron al personaje.

Santo laico y al mismo tiempo ser humano, fray Servando Teresa de Mier conjuga el mito con la certeza historiográfica. Su efigie tiene el poder de crear epígonos, es decir, personas que sigan y emulen su labor. Pienso que en la energía que emana el ser como símbolo reside la importancia de seguir levantando estatuas a los héroes. Los héroes, y en este caso los de la Independencia, son figuras míticas que trascienden el tiempo y el espacio para contribuir a la formación de una identidad nacional. En ellos se cohesionan valores que se circunscriben al territorio físico de la patria. Quizá podrá decirse, o incluso comprobarse, que Hidalgo o Morelos o cualquier otra estatua no fueron masones, pero lo que realmente importa es el arquetipo que representan, así como el ideario y el poder simbólico que insuflan en quien los contempla. Yo reconozco en fray Servando el trabajo incansable de un ser humano que sigue contagiando su rebeldía, su osadía y los valores más altos de la ideología liberal en quien se acerca a su historia. Eso lo constato en mí, de eso estoy seguro, y supongo, que habrá muchos otros por ahí, contemplando alguna estatua de algún otro héroe, asimilando algún otro mito, queriendo mejorar, a su manera, su historia y su mundo.

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