Por César Morales Faltaban 3 días para que los espíritus de los muertos, visitaran a sus seres queridos, a los vivos. Matilde cortaba con un filoso y puntiagudo cuchillo que tenía en la mesa destinada
Por César Morales
Faltaban 3 días para que los espíritus de los muertos, visitaran a sus seres queridos, a los vivos. Matilde cortaba con un filoso y puntiagudo cuchillo que tenía en la mesa destinada para su altar, las calabazas y los panes de muertos que colocaría como ingredientes principales en dicho monumento que desde hace 3 años adornaba en honor a su novio Jacinto, quien cumpliría otro ciclo más de haber abandonado el plano terrenal. Mientras, Matilde miraba con mucha atención la fotografía de su amado, sus ojos se llenaban de lágrimas que rodaban hasta sus mejillas. Sin embargo, al mismo tiempo, su mirada se tornaba frívola y llena de odio, como si aquél retrato le recordara algún mal rato o extraña experiencia con su amado. Con sus blancas manos, apretó muy fuerte aquél retrato, como si quisiera romperlo o destruirlo. En eso estaba la chica todavía pensando, cuando sorpresivamente apareció Maclovio, primo de Matilde, quien, al encontrarla un poco enojada, preguntó sí aún no podía olvidar la trágica muerte de su novio. Ella le dijo que no, que aún era terrible borrar de su mente aquél doloroso suceso. Maclovio le dijo que ya era momento de olvidarlo, de dejarlo ir, ya que ella tenía que continuar con su vida y no podía pasar el resto de sus días atada a un muerto, a un simple recuerdo. Matilde le aseveró que su amado siempre estaba presente en sus días, a cada instante pensaba en él, por las noches cuando intentaba conciliar el sueño siempre despertaba gritando o asustada porque horribles pesadillas rondaban sobre su cabeza, incluso había pasado horas enteras sin dormir.
-Ya no puedo más, pareciera que el espíritu de Jacinto no quisiera descansar en paz. Viene a mi memoria siempre. Quiere vengarse.
-Cállate, prima. No sigas. Jacinto está muerto. Él ya debe estar descansando en paz. Que Dios lo tenga en su santa gloria.
-No, Maclovio, Jacinto continúa aquí, rondando mi casa, mi habitación, mi vida. Él aún no me perdona lo que le hicimos.
-Matilde, por favor ya no pienses en eso. Ya ocurrió y debe quedar enterrado a como ocurrió con el cuerpo de Jacinto.
-Eso quisiera, pero en realidad los recuerdos me atormentan, me sucumben y hay días que me he sentido tan inquieta que quisiera gritar al mundo la verdad.
En eso estaba todavía hablando Matilde, cuando no pudo contenerse y se echó a los brazos de Maclovio a quien abrazó fuertemente mientras le susurraba al oído lo siguiente:
– Tú tampoco lo has olvidado, ¿verdad?
-Tampoco, hermosa prima. Pero tenemos que aprender a vivir con ese suceso.
-Tienes razón, porque tampoco estoy arrepentida de haber hecho lo que hice. Era decidir entre Jacinto o yo.
En ese momento ambos se quedaron mirando fijamente a los ojos cuando sin pensarlo dos veces, juntaron sus labios para desencadenar un apasionado y lujurioso beso, derrochando un mar de emociones candentes que hacían notar que los dos morían de pasión y deseo. Maclovio poco a poco fue bajando sus manos hasta la espalda, las caderas, los glúteos bien formados de Matilde y los besos cada vez eran más atrevidos. Dicho beso fue muy largo, hasta que Matilde se detuvo y le dijo:
– ¿Lo recuerdas?
-Sí, perfectamente.
En ese instante ambos recordaron lo que había sucedido 3 años atrás. Era la mañana de una víspera del 31 de octubre en el pueblo de Zitácuaro en Michoacán, como de costumbre se colocaba por esas fechas en cada familia un altar de muertos, con la intención de recordar a sus familiares difuntos, con la finalidad de recibir a sus espíritus en casa durante todo ese mes. Como siempre, Matilde se disponía a decorar un altar en honor a sus abuelos, con ayuda de hermosas flores de cempasúchil le daba un toque natural; el sahumerio, que desbordaba ese rico olor a madera que creaba un ambiente de misticismo ante la llegada de los espíritus de los fieles difuntos. La joven estaba colocando papel picado cuando de repente sintió como unos brazos fuertes y musculosos rodearon su cuerpo, acariciando su cuello y sus mejillas, al mismo tiempo que la giraba como un remolino para encontrar frente a frente.
-Hola hermosa, ¿cómo estás?
-Maclovio, ¿qué haces aquí? ¿Por qué no me avisaste que venías?
-Salí temprano del trabajo. Quise darte una sorpresa.
-Vaya que me la diste. Pero debiste haberme avisado. Jacinto quedó de venir a ayudarme a terminar de adornar el altar.
-Pero mientras llega podemos disfrutar de unos bellos momentos íntimos tú y yo.
-Estás loco, si Jacinto viene y descubre lo que hay entre tú y yo nos mata a los dos.
-Pero eso hace más excitante nuestros encuentros, vivir esa adrenalina de disfrutar el momento e imaginar que en cualquier instante puede sorprendernos tu novio, querida prima.
-No seas tonto Maclovio. Si Jacinto se llegara a enterar de lo que existe entre tú y yo, seguramente lo anunciaría por todo este pichurriento pueblo, seríamos la comidilla, sobre todo porque tú y yo somos primos, ¿te imaginas lo que dirían nuestros padres? Tu mamá con la mía son hermanas. Además, Jacinto no soportaría la idea de que le soy infiel contigo.
– ¿Pero acaso, no te mueres por mí?
-Por supuesto que sí, te deseo, me encantas y disfruto estar entre tus brazos, pero nuestro amor y romance no pueden ser, por las erróneas costumbres de este pueblo.
-Entonces, ¿qué sientes por Jacinto, lo amas?
-No, no amo a Jacinto, le tengo cariño, pero como amigo. Sin embargo, casarme con él, me traerá muchos beneficios: como tener mi propia casa y en unos meses poder irme a vivir con él a la Ciudad de México, ya que de su trabajo lo enviarán a laborar allá.
– Pues entonces, demos rienda suelta a la pasión mi vida, no desperdiciemos el tiempo, déjame consentirte. Quiero que disfrutes de un hombre de verdad.
– Yo también quiero y anhelo disfrutarte.
Instantáneamente ambos no aguantaron más su deseo y comenzaron a besarse frenéticamente, las manos de Maclovio parecían todo un pulpo, las hacía pasar por todo el cuerpo de Matilde; fue desabrochando lentamente la blusa color roja ajustada que estaba usando la joven, hasta quitarla por completo. Se tiraron al piso y allí se dejaron llevar por la pasión, la lujuria los atrapó y el deseo de poseer lo prohibido los hizo uno solo. Estaban gozando cada uno del otro, cuando de repente, la puerta de la sala se abrió. Rápidamente los dos cuerpos desnudos voltearon a ver hacia la puerta. Alguien había llegado. Era Jacinto.
– Jacinto, mi amor, déjame explicarte, no es lo que estás pensando.
– Cállate, ¿acaso me crees estúpido para no pensar lo peor? Estás desnuda con tu primo, me están engañando, en mi cara y en tu casa. Los dos son unos sinvergüenzas. Conmigo nunca has tenido relaciones sexuales y con tu primo de seguro te revuelcas a diario.
– Deja de insultarme amor, no es lo que estás imaginando. Te voy a explicar, sólo escúchame.
– Jacinto, escucha a tu novia. Efectivamente, ella no te ha sido infiel. Esto ha ocurrido ahorita por primera vez y ha sido un error, nos dejamos llevar por la pasión, pero nada más. No pienses mal de ella por favor. Ella te ama.
– Cállense los dos, son unos hipócritas. Qué caso tiene seguir mintiendo y engañándome si acabo de ver todo. Son unos desgraciados, cómo se atrevieron. Me dan asco. Los aborrezco. Pero esto no se va a quedar así. En este mismo momento los voy a sacar a la calle a los dos desnudos, para que todo el pueblo se entere de las cochinadas que hacen. A ver qué dicen sus padres de todo esto.
Inmediatamente, Jacinto se acercó a la parejita de infieles, al mismo momento que toma del brazo de manera agresiva a Matilde, arrastrándola con todas sus fuerzas para llevarla hacia la puerta y sacarla a la calle así, completamente desnuda. Sin embargo, Maclovio se puso de pie y a los puños, se le fue encima a Jacinto, quitándole de las manos a la bella mujer. Ante tales circunstancias, Matilde comenzó a llorar y los nervios comenzaron a apoderarse de ella, a tal grado que se tiró al suelo y empezó a suplicarle a su novio que la perdonara, que callara dicha traición, que no le arruinara la vida ni a ella ni a su primo, prometiendo alejarse de él sin dar ninguna explicación a nadie e incluso aceptar que se cancelara la boda. Jacinto que echaba fuego hasta por los ojos, les afirmó que ya no le iban a seguir viendo la cara de estúpido, que era demasiada humillación y ofensa la que le habían causado que la única forma de sentirse bien después de tan horrible descubrimiento, era gritar a los cuatro vientos la infamia de sus actos. Al querer avanzar hacia la salida, repentinamente Matilde se puso de pie y corrió hacia el altar, tomó el filoso y puntiagudo cuchillo con el que estaba cortando las calabazas y los panes de muerto, sin pensarlo dos veces, atacó por la espalda a Jacinto, clavando el cuchillo desesperadamente un par de decenas de veces. El hombre herido cayó boca abajo al suelo. Quedó inmóvil, se quedaba sin aliento, mientras se originaba un río púrpura con su sangre. El moribundo, sólo alcanzó a decirle: – Maldita, me vengaré, lo juro. Y con un fuerte suspiro, murió.
– Matilde, pero qué demonios hiciste. Mataste a Jacinto. Estás loca. ¿En qué estabas pensando?
– Tenía qué hacerlo, no iba a permitir que nos descubriera ante todos. Le iba a contar a nuestros papás y el pueblo entero lo iba saber.
– Pero ahora complicaste todo. Dime, ¿qué piensas hacer con Jacinto?
– No sé. Ayúdame a pensar. A lo mejor está vivo.
En ese instante, Maclovio se acerca al cuerpo inerte de Jacinto y con mucho cuidado acerca su oído a la cara del joven y testifica que efectivamente está muerto.
-Está muerto, mataste a Jacinto. Ahora sí que estamos en un serio problema.
-Déjame pensar, no nos pueden descubrir. Tenemos qué desaparecer el cadáver.
– Pero, ¿qué estás diciendo? ¿Qué se supone que vamos a hacer con el cuerpo?
– Tenemos que sacar de aquí el cuerpo de Jacinto, alguien puede venir y descubrir todo.
– Pero, ¿dónde piensas irlo a tirar? Además, si sacamos el cuerpo arrastrándolo o cargándolo la gente chismosa de la calle se dará cuenta.
– Tienes razón, pues no queda de otra que descuartizarlo.
– ¿Qué? Ahora, sí me impresionas Matilde.
– Nos estamos jugando la vida. Si yo fui capaz de arrebatarle la vida a mi prometido para salvarte también a ti, ahora tú tienes que hacer tu parte.
– Todo esto se me hace una locura querida Matilde.
– Locura sería entregarnos a la policía y confesar el por qué maté a Jacinto.
Justo en ese momento, Matilde fue a la cocina por un machete grande, se lo entregó a Maclovio, el cual con temor y pensativo lo tomó. Con un poco de nervios y miedo, Maclovio no concebía lo que estaba pasando en aquellos momentos. Obligado en gran parte por Matilde, con mucho asco y repulsión comenzó a cortar en pedazos el cuerpo de Jacinto. Mientras tanto, la joven buscaba unas bolsas negras grandes para ir guardando lo que en breve sería basura que sacarían a como diera de lugar de esa casa.
Pasó aproximadamente una media hora de todo lo sucedido, las bolsas negras que Matilde había preparado ahora contenían en partes pedazos del cuerpo de Jacinto. Mientras, la hermosa chica, abrió la puerta de la casa y espiaba que ningún transeúnte o vecino pasara por la calle, llamó pues a su primo que podía sacar las bolsas de basura. Las subieron a un Tsuru rojo, propiedad de Maclovio, las acomodaron muy bien en la cajuela y ambos subieron al auto. Llegaron hasta el antiguo puente de ferrocarril de Zitácuaro y de manera cautelosa bajaron las bolsas para echarlas al río cuyo caudal atraviesa el lugar. Cuando lograron su cometido, arrancaron apresuradamente para abandonar aquel sitio.
Transcurrieron algunas horas para que la madre de Jacinto iniciara la búsqueda por la desaparición de su hijo. Sin embargo, por la tarde del 1 de noviembre, tocaron a la puerta de la mamá del joven, era un niño de escasos 10 años, quien le llevaba una carta. El niño no dio tiempo a que la señora lo cuestionara, pues tan pronto entregó la carta, se echó a correr. Abrió pues el sobre y comenzó a leer. En la carta Jacinto se despedía de ella y le contaba que había conocido en uno de sus viajes de trabajo a una joven en la ciudad de México, que se había enamorado de ella y que juntos emprenderían un viaje a los Estados Unidos para irse a trabajar en busca de nuevas y mejores oportunidades de vida, que lo disculpara con su prometida Matilde, a quien liberaba de cualquier compromiso nupcial y para quien solicitaba disculpas por dejarla así de improvisto. En el mismo texto, le decía que por favor no lo buscara, que cuando estuviera establecido completamente en los Estados Unidos él mandaría por ella para llevársela a vivir a aquella ciudad. La madre del joven, quedó convencida con lo que leyó, por lo que con todo su dolor y confusión aceptó cada uno de los hechos que su hijo le explicaba en la carta. Se sintió atónita, pero cumplió con la voluntad de su hijo. Visitó por la tarde a Matilde y le contó lo que en la carta su hijo le había contado.
De repente, Matilde y Maclovio regresaron sus mentes al presente, habían terminado de recordar todo lo acontecido hace tres años.
– Parece que el espíritu de Jacinto quisiera cobrar venganza conmigo.
– No, preciosa. Él ya no puede hacerte nada. Además, recuerda que a los pocos días que la mamá de tu prometido recibió la noticia que su hijo había aparecido despedazado en la corriente de un río. Ella creyó que, al viajar a la ciudad de México, lo asaltaron y lo mataron. Al final de cuentas, todo salió como querías tú. Nadie sospechó completamente nada y mejor aún, tú y yo seguimos disfrutando de nuestros deseos íntimos.
– Eso sí, los días y las noches en que necesitamos desahogar nuestras bajas pasiones, puedes venir con el pretexto de visitar a tu ahijado, mi hijo.
– Totalmente de acuerdo y así seguiremos, disfrutando a rienda suelta nuestros deseos.
Estaban todavía echándose miradas lujuriosas, cuando llegó la suegra de Matilde con un hermoso ramo de flores de cempasúchil.
– Hija, le traigo estas hermosas flores al altar que le haces a mi hijo desde hace tres años. No cabe duda que eres una mujer ejemplar. A pesar de todo el daño que te hizo con su huida tú lo perdonaste y lo recuerdas con orgullo en este hermoso altar de muertos que siempre le adornas. Sin duda alguna, eres la mejor mujer que hubiera deseado que fuera la esposa de mi hijo. Si al menos él no hubiera tomado la decisión de escapar y querer hacer una nueva vida, seguro fuera muy feliz contigo y con su hijo, ese hermoso ser que él concibió contigo pero que nunca supo de su existencia.
– Así es suegra, hubiéramos sido muy felices con nuestro hijo.
– Ese hijo de Jacinto y tuyo, que ahora es mi ahijado. Soy su padrino y tío Maclovio. Adoro tanto a ese niño, como si fuera mi propio hijo.
– Y lo es primo Maclovio, ese niño es como tu hijo.
– Y yo agradezco señor Maclovio, que cuide de quien iba a ser mi nuera y de mi nieto como todo un padre. De todo corazón le doy las gracias. Es más, hasta podría decir que usted es como un padre para mi dulce nieto.
En ese momento, una fuerte ráfaga de viento entró hasta la casa y se dirigió hasta la fotografía de Jacinto que estaba colocada en el altar, la sacudió agresivamente y la hizo caer al piso, rompiéndose el cristal de la foto. Todos los ahí presentes se quedaron estupefactos ante aquél ambiente de miedo y de intriga. En ese instante se escuchó que alguien tocó la puerta. La madre de Jacinto salió y no había nadie, pero miró al piso y encontró una nota que decía: Tu hijo está de regreso.