sobre la obra como acontecimiento en el pensamiento de Maurice Blanchot Por Hugo S. Mestizo La intuición y el sentido común, vástagos de las interacciones humanas regidas por la necesidad de apropiación y dominio sobre lo
sobre la obra como acontecimiento en el pensamiento de Maurice Blanchot
Por Hugo S. Mestizo
La intuición y el sentido común, vástagos de las interacciones humanas regidas por la necesidad de apropiación y dominio sobre lo tangible, nos llevan a considerar que el sujeto-autor, en tanto creador, es el soberano del arte, el demiurgo de quien depende la obra literaria cuya naturaleza, a fuerza de ejercer un control efectivo, está circunscrita a su condición material y resulta idéntica a la del libro, es decir, a la de un objeto personal, dependiente, presente, acabado, finito, único, estático, explícito, susceptible de analizarse cual mácula sanguínea (como ente definido y preciso) y en el que tanto escritor como lector se adueñan del lenguaje que lo constituye, siendo que en realidad la obra literaria y su poder artístico, tal como nos dice Maurice Blanchot (2002), superan la figura del autor y del instrumento llamado libro (p. 18), pues este, más que un objeto en reposo delimitado por el autor y descifrado por el lector, es el espacio donde reside una potencia vinculada a su origen que devendrá en experiencia vía la lectura.
Mediante un planteamiento ciertamente paradójico, verdadera invitación a recrearnos en el aparente sinsentido para hacer de la literatura una experiencia y no un mero producto, una potencia y no un simple acto, Blanchot toma distancia de la tradición que encumbra al artista, y marcando una clara diferencia entre libro (medio en reposo de índole objetiva) y obra (fin en movimiento de índole subjetiva, aunque no conformado de subjetividades), afirma que esta última, como creación trascendente de cualquier condición material (que, en cambio, es el límite del objeto-libro), sólo es posible en el denominado “espacio literario”, o sea, en una suerte de dimensión potencial fundada por el libro y sustentada en el lenguaje donde la literatura surge desde fuera gracias al acto de la lectura, de tal modo que la obra así concebida, libre de ataduras, de limitaciones físicas e improntas personales, se eleva a un plano superior y adquiere propiedades que le permiten existir por y para sí misma, como una “conciencia sin sujeto”, como lenguaje.
Si su hábitat es el espacio literario, si existe como potencia autónoma, si es una con el lenguaje, la obra entonces se ubica en la categoría diametralmente opuesta a la del libro y, por tanto, más que un acto trascendental (objeto que contiene todo lo que el autor dijo sobre determinado tema) es un acontecimiento (fenómeno que construye lo que puede decirse sobre determinado tema) impersonal, independiente, por venir, inacabado, infinito, múltiple, en movimiento, oculto, susceptible de reconfigurarse constantemente y en el que tanto escritor como lector se olvidan de su identidad distintiva, de sus respectivas subjetividades, para confundirse en un espacio común y neutro (lenguaje) que los contiene. Para Blanchot, pues, la obra no es representación de algo que fue y sólo queda ser descifrado por el lector, sino el acontecer de algo que está haciéndose constantemente a través de la lectura; no es producto terminado y finito, sino producción inconclusa e infinita, y justo en esto radica, según considero, el innegable valor del pensamiento blanchotiano que hace del espacio literario el centro de gravedad en torno al cual acontece una obra inacabada con toda la riqueza creativa y evolutiva que dicha indeterminación supone para el pensamiento en general.
De ahí que, a mayor abundamiento, merezca la pena preguntarse: ¿A qué se refiere Blanchot con el carácter inacabado de la obra? Para responder esta interrogante, volvamos a la premisa central: si obra es potencia convertida en acontecer gracias a la lectura, de manera que nunca está en reposo sino en constante movimiento, en continua hechura, esto claramente quiere decir que no podemos hablar de una obra terminada (¿cómo podría estarlo algo que está haciéndose una y otra vez?), pues el origen, sentido y alcance de esta depende, si bien en principio de quien traza el camino, es decir, del escritor que con el libro crea un lugar cerrado para un trabajo hermenéutico sin fin, también de quien recorre dicho camino, esto es, del lector que a través de la lectura hace que el libro se escriba, que nazca la literatura, pero sobre todo la obra depende del paisaje, de la imagen que se descubre tras recorrer el camino, o sea, del lenguaje, ese espacio común y neutro donde autor y lector se encuentran perdiendo sus respectivas subjetividades.
Precisamente porque Blanchot ubica a la obra dentro de una dimensión lingüística articulada sobre la base de un libro y a partir de los roles que desempeñan tanto escritor como lector en la literatura (dimensión donde, sirviéndonos de una metáfora propia de la Física, aunque no del todo ajena a la noción que nos ocupa, el texto es un particular campo cuántico, un conjunto de potenciales sentidos cuya concreción depende del observador cuántico, del lector que mediante el acto de la lectura actualiza una de las varias posibilidades y la transforma en obra), es que su carácter inacabado e infinito salta aún más a la vista, ya que la conversión de la potencia en acto, del texto en obra, en efecto se presenta con la lectura, pero ello bajo ningún supuesto implica que la obra surja sólo una vez y para siempre, sino que nace y muere, se despliega y repliega (como si se tratase de un acordeón del que brotan diferentes melodías según disponga la destreza del intérprete) tantas veces como lecturas haya; de ahí su rica infinitud.
En otras palabras: con la inversión del punto de vista que Blanchot propone en torno a la obra, de las dos funciones que la literatura involucra, y que corresponden a las figuras de lector y de escritor, la lectura pasa a ser incluso más relevante, al menos en lo referente a la constitución de la obra, que la escritura misma, toda vez que, como afirma el propio Blanchot (2002), “la lectura da al libro la existencia abrupta que la estatua ‘parece’ tener sólo del cincel” (p. 173), es decir, que el libro (mármol) necesita del lector para convertirse en estatua (obra).
Luego, si depende de forma definitoria de la lectura, o sea, de la acción desplegada por indeterminados lectores, durante indeterminados momentos, en indeterminados lugares, bajo indeterminadas contingencias y, como resultado, con diversas connotaciones, resulta evidente que la obra es objeto de una construcción infinita (mas no eterna), de suerte que siempre estará inconclusa, presta a fraguarse según la contundencia de los golpes interpretativos que se propinan a cada lectura.
De esto se sigue que un libro sin leer sea uno que todavía no está escrito, un libro que espera ser escrito a través de la lectura. Como dice Blanchot (2002): “El libro, pues, está allí; pero la obra aún está oculta, tal vez radicalmente ausente, en todo caso disimulada, oscurecida por la evidencia del libro, detrás de la cual espera la decisión liberadora, el Lazare, veni foras” (p. 174).
Ahora bien, si la lectura, como reza la metáfora de Blanchot, es capaz de “sacar a Lázaro de la muerte y traerlo de nuevo a la vida” es porque la función del lector no se limita a obtener comunicación del texto, sino que también logra que este se comunique por sí mismo. Leer, pues, no es escuchar al texto pasivamente, sino, desde la actividad, dotarlo de voz para que se exprese, despertarlo del estupor en que lo dejó el escritor para que al fin se comporte como el ser viviente que encarna. Y es que el texto, cabe apuntar, no es la narración de un acontecimiento (síntesis de los tiempos verbales), es acontecimiento narrándose en el mundo del lenguaje (tiempos verbales en acción): espacio en el que, de las cosas, sólo experimentamos la presencia de su ausencia, ¿pues no acaso, siguiendo al mismo Blanchot (2002), las palabras hacen aparecer las cosas en tanto desaparecidas? (p. 37). El texto, en tanto ser en el lenguaje, pertenece a sí mismo y a los entes que habitan su espacio. Esto explica por qué cuando en un poema (que se afirma como obra poética en la lectura, no antes) leemos, por ejemplo, las características de cierta dama, dicha descripción en vez de la representación de una persona de carne y hueso, en realidad sea la creación de esa mujer en el mundo del lenguaje, la producción de un ser que vive y, como tal, afecta, interpela, conmueve al lector.
Así, con arreglo a la idea de que obra es potencia convertida en acontecer por virtud de la lectura vivificadora de un texto en cuyo despliegue nace el mundo del lenguaje, de nuevo nos enfrentamos al hecho de que en la concepción blanchotiana la literatura siempre está en constante transformación (realización). Nunca se trata del mismo poema, del mismo cuento, de la misma novela, pues, como a estas alturas se deduce, la ingente misión de la literatura es producir realidades en lugar de transcribirlas, problematizar conceptos en vez de significarlos, crear verdades y no sólo replicarlas, o sea, hacer del lenguaje una experiencia tan vasta como la proyección de la dupla escritor-lector lo permita.
Pensar en la obra como acontecer, y en el infinito literario que es su desdoblamiento, supone devolverle al lenguaje su naturaleza esencial (tan desgastada por el lenguaje “bruto o inmediato”, como denuncia Blanchot), pero además inaugura (aquí lo más importante) una ruta de constante creación que nos insta a jamás apoltronarnos en la superficie, en el acto comunicativo más elemental e imperfecto, pues allí donde se respira lenguaje, o sea, en todos los ámbitos cognoscible existe un mundo que nos rebasa y que experimentaremos en proporción a la amplitud de nuestra capacidad intelectiva, pues, parafraseando al escritor colombiano Nicolás Gómez Dávila, los textos son piedras que el escritor arroja en el alma del lector, por lo que el diámetro de las ondas concéntricas que desplazan, la estatura literaria de la obra, obedece a las dimensiones del estanque, al espacio literario desplegado por la lectura, tal como lo demuestra el presente ensayo que no es sino un brevísimo despliegue del infinito literario que Blanchot posibilitó con la escritura de su texto El espacio literario, el cual, si bien no es literario sino de orden filosófico, está sujeto a la misma condición inacabada de la obra por el simple hecho de ser en el lenguaje.
¡Blanchot, veni foras!
Bibliografía consultada
Blanchot, M. (2002). El espacio literario. Madrid: Editora Nacional, Madrid.
De Man, P. (1991). Visión y ceguera. Ensayos sobre la retórica de la crítica contemporánea. Estados Unidos de América: Editorial de la Universidad de Puerto Rico.