Me citaron en un restaurante Vips, allá por el rumbo de San Ángel de la Ciudad de México. Era una tarde noche de verano, realmente no sabía qué hacía ahí, pero, mi curiosidad pudo más;
Me citaron en un restaurante Vips, allá por el rumbo de San Ángel de la Ciudad de México. Era una tarde noche de verano, realmente no sabía qué hacía ahí, pero, mi curiosidad pudo más; empujé la puerta de cristal, titubeé, crucé el pasillo repleto de mesas. Bueno, si sabía lo que hacía: la tradición familiar casi me lo exigía, pensé en mi abuelo, sobrio, con su traje negro, caminar erguido, elegante, sombrero de ala ancha; fallecido hacía cuarenta años y miembro también de la fraternidad.
Pero, pudo haber sido mi hermano —pensé—, que era mayor que yo, el que se incorporara a la Orden; en fin, ya estaba ahí. Repetí en mi cabeza: Raúl es mi contacto; efectivamente, caminé pausado queriendo arrepentirme de estar en ese lugar, la emoción pudo más y volteé mirando, rastreando el lugar que estaba medio vacío, a la distancia pude distinguirlo. Era la primera vez, no lo conocía —me dije—, ellos realmente son misteriosos, enigmáticos. Avancé y con su mano derecha me señaló: «adelante», caminé hacia él: vestido de negro, barba oscura y bien recortada.
«Anda, siéntate, gusto en conocerte», me senté tímido; con respeto me dijo: «me comisionaron para conocerte y platicar contigo». Ah, ¿sí? Conteste desconfiado. Me senté y ordené café, observé que sus manos no correspondían a un escultor. Resalta un anillo en el dedo anular mano derecha, brillaba como el oro grabado, ¡un pentagrama de cinco puntas!
Yo tenía una larga trayectoria en el sector público, con cargos de mediana categoría, pero claves en dependencias enfocadas a la seguridad interna, en un área secreta del organigrama oficial. No porque yo lo hubiera buscado, sino porque así se fueron dando los encargos con los equipos de trabajo. Era experto en manejo de armas, mi preferida era una beretta calibre 32, la cual portaba permanente, y una escopeta recortada, tenía permiso de portación y manejo de explosivos, dentro del país.
«Tienes que llenar una solicitud de ingreso», manifestó Raúl «y la próxima vez que nos veamos la entregas. La fraternidad te espera y nos daría gusto que ingreses».
Me miró inquisitivamente, baje la mirada. De acuerdo, —comenté entrecortando la voz seca y medio ronca—. ¿Qué me pasaba? ¡Era emocionante! ¡Por fin voy a pertenecer a la fraternidad!
Las luces de la noche comenzaron a verse en los reflejos de las ventanas.
Para cambiar el tono de la conversación pregunté: ¿Qué tipo de escultura haces? Me miró altivamente dibujando una bocanada de humo hacia arriba y dijo «contemporánea». Prendió otro cigarrillo.
A la mañana siguiente, recapacité sobre la noche anterior y me dediqué inmediatamente a llenar la solicitud de ingreso, la cual me preparé para dejarla donde me había indicado. Mucho trámite para continuar.
El portón era de madera color óxido; el edificio como cualquier otro de principios del Siglo XIX; entraban y salían hombres con trajes negros y corbatas rojas, traían bolsa tipo petaca la cual abrazaban. Pregunté y pasé. Un pasillo con bustos de personajes que no conocía; una lámpara prendida por un foco; pasé cauto y fui donde me indicaron, crucé la puerta de vidrio grueso y vitrinas con libros. Olía a esa mezcla característica de muebles viejos y piso de duela; cuadros con pinturas sin atractivo conocido.
Me hizo señas un hombre con las mangas arremangadas a los codos, me estiró la mano, entendí y le entregué mi solicitud. Movió la cabeza afirmando, y se despidió sin decir una sola palabra, ¿sabría acaso quién era? Me senté en una banca de madera característica de un museo de principios del siglo pasado. Ah, reconocí que estaba en una oficina parecidísima al Castillo de Chapultepec, eso era —me dije—, estaba soñando. Pero ¿cómo? si estaba en la Colonia San Rafael de la ciudad. El pupitre era de paleta de madera; me senté y esperé a que me indicaran lo que seguía; una hoja de papel con instrucciones para la próxima vez que acudiría a esas instalaciones. Me despidieron y salí.
¡Vaya!, afuera imaginé que vería caballos y carretas, pero no, solo eran carros y smog del gran orbe. Para la tarde, en mi oficina, se me había olvidado todo lo experimentado.
A los días siguientes: sólo actividad de oficina, hasta que me sucedió algo; visité, por razones de trabajo, a un fiscal que me invitó un café. Me dijo en un momento dado: «ya estamos enterados y solo esperar la bienvenida, licenciado. Hasta pronto». Señaló la puerta con amabilidad y adiós. Me quedé perplejo y no entendí lo sucedido; abrió la puerta y casi me corre de ahí. Recordé haber visto detrás de su escritorio un mallete como los que usan los jueces; igual al del abuelo. En fin, a seguir trabajando. Y después siguieron visitas con jueces, ministerios públicos, funcionarios, y algunos políticos del momento.
Mi abuela nos citó a toda la familia, encontramos un cajón de madera en el centro del patio de la casa, alrededor de la baranda llena de geranios de colores brillantes; un cajón en forma de ataúd y dijo: «¡Tomen todo lo que puedan porque voy a prenderle fuego!» Perpleja toda la familia, nos miramos unos a otros y nadie se movía, alcance a ver libros, periódicos del «Imparcial», titulares del Padre Pro y la Madre Conchita, en relación con el asesinato del presidente Obregón, papeles y más papeles con una escritura fina.
Tita —así le decíamos a la abuela—, con la botella de petróleo en una mano y cerillas en la otra. ¿Por qué? —Preguntamos todos al unísono—. «Puras porquerías de su abuelo» —dijo con voz áspera—. Ahí fue donde vi el mallete, un collarín de tela finamente bordado con símbolos extraños nunca vistos y una bolsa de terciopelo color negro. Alcance a tomar dos libros, sólo dos porque pasó el cerillo delante de mí y fuego ante mis ojos. «¡Pero Abuela!» —alcanzó a decirle alguien— «¡no lo hagas!». «¡Se acabaron todas las cosas del diablo!» dijo frenética con gesto iracundo.
Todos callados alrededor del fuego en el cajón de madera. Después, supe que ahí estaban los libros, rituales de la Fraternidad, escritos valiosos y más sueños acabados en un momento. ¿Por qué? —me dije yo—. La ignorancia, de una vieja acabada, religiosa y entrada en años.
Ya en la Fraternidad ascendí de grados rápidamente en el rito en el cual trabajaba. Asistía una vez a la semana. Al mismo tiempo concluí los estudios en las ciencias Noéticas, y me especialicé en las enseñanzas secretas del Conde Cagliostro, que me sirvieron para comprender a la Fraternidad. Una noche abrí, después de muchos años, unos de los libros que salvé del fuego. Con fina letra tenía escrito en la contraportada: «¿A qué sabe un beso? Sólo el que lo da lo sabe. Quizá quien ostenta el grado 33 a la vista de otros no es esa persona sublime, culta y educada, pero para el que lo posee sí». No comprendí lo que mi abuelo escribió, pero cuando alcancé ese grado —mismo que él ostentó— después de muchos años lo entendí.
El grado Rosa Cruz del rito es el más sublime por excelencia, es mágico y misterioso a la vez. El qué pasa por ese grado, no lo quiere abandonar nunca. Mi abuelo había dejado muchos trazados en referencia a sus experiencias, escritos sobre acontecimientos de la época, inclusive de sus invitaciones que le habían hecho para asistir a reuniones espiritas. Decía que, por allá, en la colonia de los doctores de la Ciudad, había una casa con una fachada impresionante, parece que era parte de un hotel recién construido y no terminado. Ahí, en su interior había una capilla con una logia espectacular, en la cual, al entrar abría dos hojas grandes y pesadas una puerta con una talla en madera un pentagrama en su interior —continuaba el abuelo—, una sala circular con piso de cuadros negros y blancos, un ara en medio con tres esquinas con candelabros para sostener velas. Era cuadrado el espacio y tenía asientos, treinta y tres lugares; en la parte superior había más asientos para los asistentes. En el techo un vitral con musas que disimulaban bailar, ninfas moviéndose artísticamente. Parecía pintura de un mural pompeyano.
¡Impresionante! el ambiente que debe haber prevalecido en aquella época, todos vestidos de negro con los arreos de la Fraternidad. Pero hasta ahí llegan los comentarios escritos ya que las demás hojas escritas en fina letra se habían perdido, quemado en el patio de la casa.
Ya no volví a entablar palabra con Raúl, solo en las ceremonias de la Fraternidad; desapareció de mi entorno.
Hubo invitaciones para mi asistencia a las sesiones espíritas con los descendientes de algunos seguidores de ese grupo, incluyendo los de un expresidente de los años cuarenta, afines a esa agrupación; tengo conocimiento que las realizaban en la logia de la Colonia de los Doctores, que coincidencia. Siempre pensé que mis estudios de Noética ayudarían a facilitar la comprensión de las sesiones a las que era invitado. Pero la ciencia no tenía nada que ver con el espiritismo.
Antonio, era un hermano muy querido de la Fraternidad, con conocimientos esotéricos profundos; con una charla pausada, convincente de lo que expresaba. Poseía una barba de candado: ojos verdes profundos, aplacibles. Continúe abrevando de su experiencia y conocimiento. Un día me dijo: «Acordé con el responsable de la antigua escuela de medicina, ubicada en el centro de la ciudad, permitirnos hacer un recorrido por las instalaciones del antiguo edificio». Pregunté: ¿para qué? «Ya entenderás; ahí fue la Santa Inquisición, en alguna época de la Colonia. Se efectuaban juicios y encarcelaban, hasta morir, a muchos acusados de herejía». Pero no a cualquiera lo dejan andar por ahí husmeando —comente incrédulamente—. «Así es», me dijo Antonio afirmativamente. «Vamos a conocer los túneles y calabozos secretos hasta donde queramos, el director es amigo y hermano de la Fraternidad». En ese recorrido nos acompañó Rodolfo, otro hermano que trabajaba como hipnoterapeuta; hicimos un recorrido extraordinario y espectacular por entretelones de túneles oscuros y cuartos jamás antes vistos hacía cientos de años.
A Braulio lo conocí en una reunión en la sala de juntas del Museo Nacional de Arte de la Ciudad de México, en una conferencia que dio mi amigo y querido hermano Juan, físico matemático nuclear; la conferencia magistral versaba sobre filosofía china. Braulio era un extraordinario neurofisiólogo, se sentó al lado mío, tuvimos una conexión inmediata, salimos del museo directo a una cantina que se encontraba unos pasos de ahí y conversamos largo rato hasta que llegó Rodolfo, el psicoterapeuta ,y nuestras conversaciones salieron del ámbito real hasta entrar en un egregor mágico.
Mi exaltación al grado 33, el último de una larga carrera de 20 años, en la Fraternidad, fue con elocuentes lecturas de todos mis queridos hermanos, una gran cena elegante en un hotel de la ciudad, con nutrida asistencia de personas del ámbito político y social. Al fin expresé: he llegado a la carrera, querida por mi abuelo, que contento me observa al lado del Gran Arquitecto del Universo.
A la mañana siguiente, me desperté por la luz brillante de un sol del mes de octubre que entraba por los intersticios de las persianas; me sobresalté y pensé: ¡es tarde para ir al trabajo! Un fuerte dolor de cabeza me aquejaba. ¡Basta de tomar pastillas para dormir!, pero… ¿fueron pesadillas las que tuve, o qué? ¡Por Dios, soy un burócrata! —pensé adormilado aún—. Me faltan diez años para pensionarme, mientras, descansaré un rato más, es sábado y mi esposa debe de haberme preparado unos chilaquiles. Me levanté y tiré las pastillas para dormir por el excusado, jalé y miré el remolino de agua. Vaya pesadilla que tuve, —dije esbozando una leve sonrisa—.