EL SÍMBOLO Y LA CONSTRUCCIÓN DEL YO

“Un símbolo no concede un mensaje preciso, actúa como un espejo que refleja el nivel de conciencia del buscador.” Alejandro Jodorowsky A estas alturas del progreso humano, ¿quién negaría que en todos los sentidos vivimos

“Un símbolo no concede un mensaje preciso, actúa como un espejo que refleja el nivel de conciencia del buscador.”

Alejandro Jodorowsky

A estas alturas del progreso humano, ¿quién negaría que en todos los sentidos vivimos una invención? Tal como advirtió Kant cerca de tres siglos atrás, estamos rodeados, no de cosas en sí, sino de cosas para nosotros. Justo porque todo es observado bajo el lente de la consciencia, o sea, captado y filtrado por nuestra subjetividad, eso que osamos llamar realidad tan sólo es la representación material de lo que somos. Si el mundo fenomenológico tiene o no un valor connatural, jamás lo sabremos fuera de la especulación, pues para discernir la verdadera sustancia de los entes, es decir, apreciarlos sin atribuciones o distorsiones personales, necesitaríamos deshacernos de la consciencia, del yo, lo que implicaría dejar de ser y, por ende, renunciar a la posibilidad de saber, en la inteligencia de que sólo se conoce desde la existencia consciente. Ya anticipaban los herméticos: todo es mente. Esta dimensión donde nos movemos hunde sus raíces en quien conoce y no en lo conocido. Vivimos entre proyecciones mentales, en una realidad psíquica.

Al ser una manifestación más de la experiencia sensible, fuente de cuantiosos estímulos que franquean el paso a la creación, de suma relevancia para las escuelas iniciáticas –entre ellas, la Masonería– donde el autoconocimiento es la clave de la superación, el símbolo (entendido para los efectos de este opúsculo de manera amplia, esto es, como objeto y producto del proceso humano de simbolización) no escapa del veredicto de que el mundo –en palabras de Schopenhauer– después de todo es mera voluntad y representación, de modo que también es reflejo del individuo que lo mira, un estado progresivo de aparición de la consciencia –como afirmaba Cassirer–, un fotón supeditado al observador cuántico. Por eso, se equivoca quien pretende asignarle significados intrínsecos y universales. El símbolo es invariablemente otro de los vacíos colmados por el yo. Entonces, más vale entenderlo como un espejo donde podemos reconocernos y medir nuestra magnitud intelectiva, a fin de sacarle el mejor de los provechos, máxime si nos preciamos de ser sus asiduos adeptos (hijos del símbolo). Cualquier intento de interpretación simbólica que prescinda de esta premisa desembocará, cuando no en simulación, en estéril derroche de esfuerzo y, por tanto, en distanciamiento de la introspección (piedra angular en la evolución individual).

Más que un repositorio donde residen conocimientos milenarios, el símbolo es una suerte de pantalla en la que se proyecta la esencia del intérprete, es decir, sus percepciones, conocimientos, experiencias, habilidades, sesgos y aspiraciones derivados en formas, tonos, colores y texturas. No instruye, sino que invita, despierta, evoca. Lejos de transmitir saberes ajenos, como sucede con el mensaje que viaja a través de la escritura, el símbolo arranca las visiones alojadas en las mentes. Hace las veces de un boceto que nos corresponde detallar. De esto deviene, además, que la construcción del símbolo sea interminable: su estudio es vivo, de carácter asintótico (un continuum interpretativo), a la manera en que también es la fragua de nosotros, sus observadores. Esto explica por qué, incluso cuando se funda en el mismo signo, el símbolo es heterogéneo, plural, divergente, cambiante, como la inteligencia de cada individuo. Así, la función del símbolo propende a la creación de nuestra personalidad y no a la conservación de nociones extrañas.

Para patentizar lo antes aseverado, y de paso disipar una de las confusiones más extendidas acerca del símbolo, cabe recordar que este artefacto semiótico, visto desde la Psicología, es consecuencia de un proceso cognitivo cuyo desarrollo podría resumirse de la siguiente manera: todo nace de cierto estímulo, sea exterior o interior, que tras ser percibido por los sentidos se convierte en una imagen, la cual adoptará la forma dictada por la experiencia, o sea, por los conceptos previamente concebidos, y terminará asociándose al objeto conocido que a su vez, según el contexto donde se encuentra, será signo de una sabiduría tan profunda o superficial como determine nuestra facultad interpretativa y creadora, es decir, la capacidad de simbolización. De acuerdo a esta perspectiva, símbolo es resultado de conjugar desde la subjetividad al objeto conocido con determinado contexto. Es la evocación causada por el estímulo, una expresión de nuestra historia personal, un hecho singular en el que cada uno se explica, se forma y se funda a sí mismo, como alguna vez dijo Jaspers a propósito del pensamiento.

Igual de absurdo que posarnos frente al espejo esperando ver a un ser distinto, es suponer que el símbolo ofrecerá algo más de lo que representamos al erigirnos en observadores. Si el símbolo, per se, carece de significación propia, puesto que su contenido obedece a la agudeza del intérprete y brota de la matriz del intelecto, resulta claro que su importancia estriba en que nos invita a rebasar lo obvio para emprender la imperiosa búsqueda identitaria, la construcción del yo. De ahí que cuando exploramos y construimos al símbolo en realidad nos exploramos y construimos a nosotros mismos. Porque son puertas que siempre nos conducen de vuelta a lo que somos, a los símbolos se les rehúye y, cuando no, se les desconoce.

Reflejados en el símbolo, de nosotros depende emplear este maravilloso espejo como instrumento para salir triunfales –cual Perseo– o vencidos –cual Narciso– en la más valiosa de todas las guerras cuyo epicentro es la propia existencia.

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